La Segunda Guerra Mundial1
(fragmento)

Ismael Colmenares

No se conoce exactamente el número de los asesinatos, pero parece correcto captar un mínimo de cuatro millones y un máximo de unos seis. Algunos murieron de hambre, otros murieron a fuerza de trabajar, muchos murieron en la represión del alzamiento en el gueto de Varsovia, muchos más fueron fusilados por unidades móviles en Polonia y en Rusia o se les dio muerte en cámaras de gas ambulantes; la mayoría sucumbió en los campos de la muerte polacos, generalmente también en cámaras de gas. A los judíos polacos y rusos se les podía matar en sus propios países; los judíos del resto de Europa controlada por los alemanes eran deportados. Las SS alemanas y las fuerzas de seguridad controlaban y organizaban las operaciones. Sin embargo, los asesinos no fueron exclusivamente alemanes…

La conducta de los dirigentes nazis al intentar acabar con los judíos es explicable. Tomaron en serio sus propias teorías y creyeron que Europa estaría mejor sin judíos. Es sorprendente, aunque explicable una vez más, que tales hombres se convirtieran en los dirigente de un estado sumamente civilizado, poderoso y moderno. Lo que sigue siendo difícil de entender, pero que es fundamental para todo aquel que desee comprender el comportamiento de la sociedad humana, es como pudieron organizar las matanzas y llevarlas a cabo en tal escala sin que nadie les detuviera. El problema fundamental es explicar por qué los alemanes, cuyo gobierno era responsable de las matanzas, permitieron que éstas se llevaran a cabo. Una pregunta fundamental es ésta: ¿Cuántos alemanes sabían que esto estaba pasando? Desgraciadamente, es imposible contestarla. Por aquella época, había poderosas razones, como el miedo al castigo o a aceptar responsabilidades, para evitar averiguaciones sobre las actividades de las SS y la policía. A partir de 1945, el deseo de disculparse indujo a hacer profesión de ignorancia. Cualquier respuesta a esta pregunta solamente puede ser provisional e insegura. El gobierno alemán no proclamó lo que estaba haciendo; por el contrario, muchos de los responsables directos tomaron cuidadosas medidas para engañar a la opinión pública e incluso para engañarse a sí mismos; hablaban y escribían de la «emigración judía», de la «repoblación oriental», de la «solución al final de la cuestión judía» y así sucesivamente.

Es cierto que todo el mundo en Alemania sabía que los judíos estaban siendo deportados: una medida inhumana en sí misma. Probablemente muchos alemanes normales creían que, efectivamente eran trasladados a otros lugares. Esta creencia se veía confirmada por el hecho de que el plan inicial de los nazis, hasta 1941, consistía en eliminar a los judíos europeos obligándolos a emigrar a ultramar: se pensaba sobre todo en enviarles a Madagascar. Por consiguiente, el proyecto de trasladarlos «al este» podía satisfacer a muchos. Las SS se tomaron la “molestia” de elaborar informes sobre la vida de los judíos «trasladados». Otra práctica era animar a los deportados a que escribiesen postales a sus amigos y conocidos; éstas eran almacenadas y enviadas a intervalos una vez que las víctimas habían muerto. Se publicaron instrucciones sobre la manera de enviar cartas a los judíos «trasladados». Los rumores de lo que estaba pasando realmente podían ser considerados como propaganda enemiga.

La situación de algunos de los que trabajaban directamente para el gobierno era diferente. La maquinaria administrativa implicada en los asesinatos era vasta y compleja; era difícil no sospechar que algo andaba mal. El miedo o la indiferencia provocaban una cruel complicidad o una penosa pasividad…

Dentro del ejército, existía ciertamente un amplio conocimiento de las operaciones móviles de exterminio, sobre todo entre los oficiales cuyas tropas se hallaban en la zona de la retaguardia y entre los estados mayores de las unidades que se hallaban en el frente. Las propias tropas sabían algo en ocasiones. (Las unidades de combate de las SS o Waffen SS, aunque compuestas en gran medida de simples soldados, contaban entre sus filas con algunos que habían participado directamente en las matanzas.

Pocos alemanes sabían todo lo que pasaba. Todos conocías las «deportaciones», y muchos las matanzas del este. Ambas cosas podían justificarse: uno se hacía en base a la colonización y la otra era parte de la guerra, un aspecto de la lucha contra los guerrilleros. Todo el mundo era consciente de que las SS eran crueles y despiadadas y nadie las admiraba ni las quería. Cuando comenzó en Alemania el reclutamiento para las Waffen SS en 1943, llovieron las protestas; aunque esta rama de las SS no se usara necesariamente para otra cosa que no fuera el combate normal en el frente, la reputación de las SS era tal que los padres respetables deseaban que sus hijos se mantuvieran al margen de ellas. Aún así, algunos se las arreglaron para creer que las fechorías de las SS podían no ser oficiales ni autorizadas, y que no constituían una inevitable faceta del régimen: el Führer hubiera acabado con ellas si no estuviera tan ocupado con la guerra. Un ejemplo sorprendente es la historia de la queja que planteó ante el propio Hitler la espera de Baldur von Schirach, un destacado dirigente nazi, acerca de la inquietante naturaleza de una redada de judíos en Amsterdam; por supuesto, el Führer acogió sus observaciones con irritable impaciencia.

La resistencia directa por parte de los alemanes al trato infligido por los nazis a los judíos fue escasa. Sin embargo, la oposición al régimen existió. Se estima que entre 1933 y 1945 tuvieron lugar unas 32,000 ejecuciones de alemanes por razones políticas. No hay duda de que muchos de éstos, más que por llevar a cabo una resistencia activa, murieron solamente por ser lo que eran, pero con todo, la cifra es muy considerable. Hubo grupos de oposición comunista, socialista, cristianos y conservadores, pero sus actividades se limitaron en gran medida a la discusión o a la difusión clandestina de literatura panfletaria. Con una excepción, faltó una oposición centralizada, organizada y poderosa, capaz de enfrentarse a las organizaciones armadas del partido. Esta excepción era el ejército. Muchos oficiales llegaron a sentir un profundo disgusto por el régimen nazi. Los oficiales superiores mejor informados, se dieron cuenta, en número cada vez mayor a partir de 1942, de que Hitler estaba empujando a Alemania al desastre mediante su obstinada insistencia en prolongar una guerra que ya estaba perdida. Al mismo tiempo, muchos oficiales despreciaban a los fanáticos del partido. Así pues, los oficiales del ejército expresaban libremente en privado su desdén y sus críticas hacia Hitler y los nazis. Sin embargo, en la mayoría prevaleción una curiosa actitud esquizofrénica: el ejército luchó con destreza y decisión por Alemania, pese a que esto implicaba aumentar y prolongar el poder de un régimen que, en el mejor de los casos, consideraban equivocado y, en el peor, perverso. Sin embargo, algunos llegaron a la conclusión de que había que dar un golpe de Estado para apartar a Hitler del poder. En 1938, un grupo de altos jefes militares tuvieron en cuenta esta posibilidad para impedir que Hitler se lanzase a una guerra que sabían conduciría a la ruina. Los triunfos alemanes de 1940-1942 quitaron fuerza a este tipo de consideraciones. Sin embargo, a partir de entonces, este motivo de acción reviviría; salvar a Alemania de la ruina eliminando a Hitler y hacer una paz honorable, quizás en todos los frentes, quizás en Occidente, quizás con Rusia. Desde 1942, un grupo de oficiales de los cuales los más activos eran Olbricht, von Stauffenberg y von Tresckow, comenzó a idear planes para eliminar a Hitler y hacerse después con el poder. La actitud ambivalente de la mayoría de los principales generales se puso de manifiesto en los prolongados contactos y acercamientos llevados a cabo con ellos para conseguir su participación en el complot; ninguno de ellos traicionó a los conjurados, pero pocos de ellos, como quedó demostrado posteriormente, estaban dispuestos a apoyar activamente el complot. Después de varias intentonas frustradas, Stauffenberg hizo estallar una bomba en el cuartel general de Hitler en julio de 1944, en un intento de tomar el poder. En su mayoría, los generales esperaron a ver qué ocurría y cuando resultó que Hitler no había muerto, el complot fue sofocado fácilmente. No cabe duda de que a los conjurados les movía la esperanza de salvar a Alemania del desastre, pero tampoco cabe duda de que a algunos les preocupaba también el poner fin a la criminal brutalidad del régimen. Después de la violenta represalia de Hitler de julio de 1944, el ejército continuó luchando con toda su fuerza hasta el final, permitiendo así que los hombres de Hitler pudieran continuar actuando brutalmente durante unos meses más.

Sería equivocado considerar a todos los alemanes responsables de las atrocidades de los nazis y, aunque esto fuera posible, sería equivocado considerar a los alemanes como seres dotados de un talento innato para el mal. El significado histórico del régimen nazi es muy distinto: demuestra la bajeza en la que pueden caer unos seres humanos civilizados, integrados en una sociedad altamente organizada. El concepto que la humanidad tenía de sí misma, nunca volverá a ser el mismo.

 

[1] Tomado de De la prehistoria a la historia, Ediciones Quinto Sol, México, 1988, p. 448-450.